Había salido del Mercado de la Caraguay, donde la
diversidad de especies marinas fueron sujeto del morbo por parte de mi hobby
llamado fotografía. El aroma envolvente del marisco, llevaba mi
imaginación a inventar los más cómicos escenarios, algunos picantes, otros
jocosos.
La tentación de tener al Barrio Cuba, “a un
toque”, fue la debilidad para adentrarme a este emblemático barrio porteño,
donde se cuentan miles de historias, entre ellas la del suculento arroz con
menestra, donde uno se lo sirve entre sus estrechas calles.
Llegue solo al puesto de doña Maura, en realidad
no sé cuál fue el motivo de la elección de dicho local, pero después lo
entendería cuando Betsy, me tomaría el pedido. Fue algo asombroso ese
episodio, en realidad no lo digo porque de cajón se notaba que era manaba, sino
más bien por el colorido de su atuendo y por su jovial y divertida atención.
Tengo que igual describirla, porque soy un ser
humano muy visual, por así encasillarme. Sus labios, lo primero que me impresionó,
obviamente gruesos, debe tener cierta mezcla con sus vecinos de la provincia de
Esmeraldas. Su cabello largo, como me gusta, como si me la hubieran hecho
bajo pedido, de color rojizo salvaje. Sus caderas, deberían inspirar las
más bellas poesías, deberían incitar novelas eternas, deberían hacer próspero
el negocio de doña Maura, es una locura y no exagero por si acaso. Sus
manos delicadas, parecen una obra de arte, esculpidas por algún alfarero de la
etimología griega, o se me ocurre pintadas por el ilustre compatriota
Guayasamín. De estatura promedio, igual acostados todos somos del mismo
porte, así me enseñaron y me lo tome muy a pecho.
Cual perro, al disimulo le pregunte a qué hora
terminaría su turno y espere en el local, obviamente consumiendo porque si no
sería desalojado de mi puesto (trinchera). Ya con tres cervezas en el
mate y luego de esperar 2 horas y media, Betsy acepto que la acompañase y
caminamos un poco por el sector hasta llegar a la Universidad Salesiana, donde
nos sentamos en la vereda a conversar un rato. Debo manifestar, aquí
entre nos, que había una mezcla de miedo, vértigo y no sé qué otras cosas más.
Debe ser que cuando alguien me gusta demasiado, las manos se me ponen heladas,
digo además que el lugar estaba un poco oscuro, y no se veía desde mi punto de
vista seguro, era ya la madrugada, tipo 2.
Betsy era un niña descomplicada, tanto que su
sinceridad a ratos me abrumaba, pues no sé si era por la falta de la luz, pero
me llego a decir que le parecía un chico apuesto, no solo por el físico,
también por lo intelectual. Debo confesar que era la primera vez que
alguien me decía semejante piropo, y uno no tiene su corazón de metal o de
piedra. Abordamos muchos temas, y cuando tocaba mis bromas de doble
sentido, ella explotaba en carcajadas, sentía que no podía existir hombre más
cómico que yo, hasta ese punto.
Y sus ojos, son dos faros que alumbran el camino
para que los barcos no queden a la deriva, su mirada profunda que desnuda hasta
mis más intrépidas y osadas intenciones, pues esos mismos ojos no se despegaban
de los míos. A veces llego a temblar cuando pierdo el control de la
situación, digo yo debe ser el machismo, pero me dejo llevar, porque ella es un
torrente de sensaciones, no hay malicia en sus acciones, incluso hasta cuando
se atrevió a besarme.
Pues ese beso, era dinámico, dinamita pura, su
boca mordiendo la mía, como que dos mundos se encuentran, se alinean y no se
separan nunca, porque el tiempo y el espacio es subjetivo, es trivial, pasa a
segundo plano. Y su lengua, era sedosa, jugosa y juguetona, se enlazaba
con la mía, como quien no me quiere soltar jamás, como quien se quiere quedar
para siempre viviendo ahí, como quien encuentra un hogar y lo hace suyo, como
quien me toma y me saca cuarto aparte.
Todo este relato que ya se empezaba a tornar
húmedo, fue repentinamente detenido por las bocinas de un patrullero corta
nota, de esos que aparecen 1 vez en un millón de escenarios, pero me jugo el
número a mí.
Fuimos desalojados amablemente, de la vereda que
ya habíamos hechos nuestra, así que continuamos caminando hasta la Domingo
Comín, a la altura del Colegio Cristóbal Colon, agarrados de la mano, tomamos
el carril exclusivo de la metrovía, tirando pata hasta el sector de la Bahía,
por la Alberto Reyna y Villamil.
Fueron horas de conversaciones, preguntas y
revelaciones, era como si nos conociéramos de toda la vida, y lo que no sabe
Betsy, es que mi corazón llevaba décadas en que había dejado de latir y se
siente extraño cuando este lo vuelve hacer. Pero ella seguía con sus
historias, que había sido mesera en Cangrejo Cultural, también en la Culata,
Café del Rio, Malakita y Guayaquil Social Club. Sus historias de cultura,
arte y bohemia, la ponían cada vez más interesante, pues sus palabras acerca de
Guayaquil, eran mágicas. Decía que la ciudad la engatuso, que tiene ese
aroma de rio, manglar, estero, que la vuelve loca, que la ciudad la seduce, que
la sofoca, como su clima, que el guayaco es divertido, dice que como yo, y me
da otro beso “largo y tendido”, es como que recibo un golpe de nocaut, que me
deja torpe, que me deja fuera de base.
Tuvimos que partir de aquel sector porque los
muchachos recolectores de la basura llegaron a cortar nota de nuevo, así que
caminamos otra vez agarrados de la mano hasta Mendiburo y Rocafuerte, donde
exclamó “esta es mi zona”. Su departamento quedaba en el tercer piso de
un destartalado edificio, en él había un balcón pequeño pero con una vista
grande, un balcón de esos que se prestan para hacer el amor, y para hacerlo
hasta que nos pille el amanecer, esos balcones que solo existen en leyendas
urbanas.
Betsy, es un nombre ficticio, dentro de una
historia llena de realidad.
Ya no recuerdo la sazón del arroz con menestra
del Barrio Cuba, o si lo pedí con carne, pollo o pescado, lo que sí puedo decir
es que la salprieta estuvo espectacular.
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