lunes, 11 de junio de 2018

Crónicas de un Garmin imaginario

Era una mañana de sábado nublada, en el Campus de la Escuela Superior Politécnica del Litoral, ubicada a un costado de la vía Perimetral.  Un joven entusiasta, había soñado desde hace un par de años, ser Ironman.

Para ganar fuerza, un grupo de amigos le habían recomendado hacer el circuito de la Espol, por sus lomas serenas, e imponentes paisajes.  Era su primera vez, y mostraba ansiedad, pero su meta era más grande que sus miedos.

Andrés, como bautizamos al protagonista, había llevado todos los juguetes, estaba casi seguro que al postear su foto al final del entrenamiento en la red social Instagram, recibiría algún comentario como el de “puro equipo”.

Sus medias de compresión verde fosforescente, acompañadas con un par de zapatos nuevos recién llegados de Estados Unidos, comprados hábilmente por Internet, junto con sus gafas aerodinámicas, la camiseta dry fit, una gorra y su pantaloneta de correr, conformaban sus implementos para la sesión deportiva que estaba a punto de iniciar.

Mientras daba sus primeros pasos por el camino principal que bordea el campus, recordó que no tenía reloj para ver su tiempo, y el kilometraje recorrido, error garrafal para algunos, mero trámite para otros.  Andrés recordó que en conversaciones mantenidas con sus colegas, algunos habían mencionado que cada vuelta sumaba 5 kilómetros.

El joven entusiasta, un poco desorganizado, pero entusiasta al fin y al cabo, aumentaba el ritmo en cada zancada, no le importaba la humedad, su rostro se iba desfigurando conforme avanzaba pues no tenía monedas y por ende no pudo comprar su botella de agua para el entrenamiento.

Inicialmente, había planificado 10 kilómetros, pues así estaba escrito en el plan, aquel que había decidido en ese momento, pues manda el corazón por sobre todas las cosas y sobre todo los entrenamientos que sus amigos más experimentados realizaban los días anteriores.  Exhausto, no concluyo el recorrido en la garita principal, se detuvo en la loma más difícil, ahí donde se encuentra la cabina telefónica.  

Pero debía mencionar en su post mayor información, como su tiempo, pace y distancia, los likes de sus seguidores, sus fans, dependían de ese vital insumo.  Entonces respiro profundamente, miro al cielo, miro las montañas, para finalmente ver su brazo, en el que llevaba un reloj imaginario, de esos que tienen incorporados el GPS, para determinar al ojo, que había corrido 8 kilómetros, en un tiempo de 48 minutos, a un pace promedio de 6 minutos.

Llego el día domingo, de igual manera, por sugerencias de sus compañeros, había elegido hacer ciclismo, su larga de 100 kilómetros, en la vía a la Costa, donde inicialmente debía arrancar con un grupo, pero por temas de "logística", su entrenamiento inicio a la 1 de la tarde.  Su caballito de acero, de una reconocida marca española, flamante de carbono, acompañado con su casco aerodinámico blanco, su outfit de triatlón (por si acaso decida cambiar de ruta a ultima hora y llegue a la playa), sus zapatos de clips, los guantes que le presto un compañero hace 1 mes que todavía no devuelve, entre otros pequeños detalles más, lo acompañarían en el periplo programado.

En su recorrido, utilizando la vía principal, pues hay que reconocer que la ciclovía esta intransitable y muchas veces se vuelve más peligrosa que la propia carretera, el entusiasta atleta, sentía el viento como golpeaba cada vez más fuerte, en su asombro por la dificultad del entrenamiento, un sentimiento de proeza se apodera de él, imaginado que pedaleaba junto a Richard Carapaz, palpando su inspiración, sigue su camino sin desmayar, y es así que se adelanta pasando Chicas Hermosas, El Consuelo, Cerecita, la Mona, llegando hasta Progreso, donde realiza su primera parada técnica, por un coco helado necesario para la foto del post en su cuenta de red social Facebook y obviamente Instagram.

Su rostro acompañado con una sonrisa amplia, capta la instantánea, que luego subiría desde su celular, con la frase #Yoporquepuedo, #NosvemosenJulio, #Ironmanenformación, #Deecuadorparaelmundo, etc.  En ese momento, nuevamente mira al cielo, mira las tortas de papa, las humitas y los chifles que venden al pie de la carretera, para luego fijarse en su brazo el reloj imaginario que le mostraba que llevaba 50 kilómetros, a una velocidad promedio de 32 kilómetros por hora.  

Tocaba el retorno, pero la adrenalina pudo más, así que decidió en ese momento avanzar hasta General Villamil Playas, y tomar la vía Data/Posorja hasta completar los 100K.  Pedaleó, pedaleó, hasta pasar San Antonio, siguió pedaleando y el viento se volvía más fuerte, intratable, hasta que comienza a divisar letreros que le hablaban y le decían “Bienvenido a Playas”, “Bienvenido al segundo mejor clima del mundo”, lo que le dio fuerza, para continuar.  Ya en el pueblo, sediento, y débil porque ni un gel había llevado, ni líquidos mágicos, ni pastillas de sal, comenzaba a ver borroso, el cansancio era mayor, por lo que decidió pedalear hasta donde el cuerpo aguante, esto es 3 kilómetros antes, de donde el google maps le había señalado.

No había fuerza para hacer la transición, quería nadar, pero se sentía desorientado, miro al cielo, miro a su alrededor, el ritual ceremonioso de siempre para posterior mirar su brazo, en el que llevaba su reloj imaginario y la distancia recorrida era de 96.85 kilómetros, a una velocidad promedio de 33 kilómetros por hora.  Pero como buen comerciante, no le gusta los centavos, si no redondear al múltiplo de 5 más cercano, por lo que decidió por arte de magia postear su entrenamiento en 100 kilómetros, a un promedio de 35 kilómetros por hora.

Luego obviamente como su carro estaba parqueado en Blue Coast, regresaría a dedo, pues no quería tomar buseta por la preocupación de que se le dañe la bicicleta.  Así que para su suerte logro que una plataforma lo llevará hasta más adelante, gracias al milagro de que el chofer de ese vehículo en sus años de juventud había realizado ciclismo, por lo que el viaje se tornó ameno, por un intercambio de anécdotas deportivas, a veces hasta exagerando un poco, pero sin importar porque al fin y al cabo ambos eran felices.

Así continuaron sus entrenamientos con el pasar de los días, meses y años, en el chat del grupo de amigos triatletas, él tomaba como suyos los planes realizados por sus amigos el día anterior, se iba poniendo fuerte, competitivo, los seguidores en sus redes iban en aumento, la gente lo reconocía en las competencias, pero en su brazo seguía el reloj imaginario, no abandonaba su ritual de mirar al cielo, mirar cualquier cosa, para luego mirar el Garmin que siempre anheló y que por "cosas de la vida" no pudo tener.

jueves, 7 de junio de 2018

Betsy, es un nombre ficticio


Había salido del Mercado de la Caraguay, donde la diversidad de especies marinas fueron sujeto del morbo por parte de mi hobby llamado fotografía.  El aroma envolvente del marisco, llevaba mi imaginación a inventar los más cómicos escenarios, algunos picantes, otros jocosos.

La tentación de tener al Barrio Cuba, “a un toque”, fue la debilidad para adentrarme a este emblemático barrio porteño, donde se cuentan miles de historias, entre ellas la del suculento arroz con menestra, donde uno se lo sirve entre sus estrechas calles.

Llegue solo al puesto de doña Maura, en realidad no sé cuál fue el motivo de la elección de dicho local, pero después lo entendería cuando Betsy, me tomaría el pedido.  Fue algo asombroso ese episodio, en realidad no lo digo porque de cajón se notaba que era manaba, sino más bien por el colorido de su atuendo y por su jovial y divertida atención.

Tengo que igual describirla, porque soy un ser humano muy visual, por así encasillarme.  Sus labios, lo primero que me impresionó, obviamente gruesos, debe tener cierta mezcla con sus vecinos de la provincia de Esmeraldas.  Su cabello largo, como me gusta, como si me la hubieran hecho bajo pedido, de color rojizo salvaje.  Sus caderas, deberían inspirar las más bellas poesías, deberían incitar novelas eternas, deberían hacer próspero el negocio de doña Maura, es una locura y no exagero por si acaso.  Sus manos delicadas, parecen una obra de arte, esculpidas por algún alfarero de la etimología griega, o se me ocurre pintadas por el ilustre compatriota Guayasamín.  De estatura promedio, igual acostados todos somos del mismo porte, así me enseñaron y me lo tome muy a pecho.

Cual perro, al disimulo le pregunte a qué hora terminaría su turno y espere en el local, obviamente consumiendo porque si no sería desalojado de mi puesto (trinchera).  Ya con tres cervezas en el mate y luego de esperar 2 horas y media, Betsy acepto que la acompañase y caminamos un poco por el sector hasta llegar a la Universidad Salesiana, donde nos sentamos en la vereda a conversar un rato.  Debo manifestar, aquí entre nos, que había una mezcla de miedo, vértigo y no sé qué otras cosas más.  Debe ser que cuando alguien me gusta demasiado, las manos se me ponen heladas, digo además que el lugar estaba un poco oscuro, y no se veía desde mi punto de vista seguro, era ya la madrugada, tipo 2.

Betsy era un niña descomplicada, tanto que su sinceridad a ratos me abrumaba, pues no sé si era por la falta de la luz, pero me llego a decir que le parecía un chico apuesto, no solo por el físico, también por lo intelectual.  Debo confesar que era la primera vez que alguien me decía semejante piropo, y uno no tiene su corazón de metal o de piedra.  Abordamos muchos temas, y cuando tocaba mis bromas de doble sentido, ella explotaba en carcajadas, sentía que no podía existir hombre más cómico que yo, hasta ese punto.

Y sus ojos, son dos faros que alumbran el camino para que los barcos no queden a la deriva, su mirada profunda que desnuda hasta mis más intrépidas y osadas intenciones, pues esos mismos ojos no se despegaban de los míos.  A veces llego a temblar cuando pierdo el control de la situación, digo yo debe ser el machismo, pero me dejo llevar, porque ella es un torrente de sensaciones, no hay malicia en sus acciones, incluso hasta cuando se atrevió a besarme.

Pues ese beso, era dinámico, dinamita pura, su boca mordiendo la mía, como que dos mundos se encuentran, se alinean y no se separan nunca, porque el tiempo y el espacio es subjetivo, es trivial, pasa a segundo plano.  Y su lengua, era sedosa, jugosa y juguetona, se enlazaba con la mía, como quien no me quiere soltar jamás, como quien se quiere quedar para siempre viviendo ahí, como quien encuentra un hogar y lo hace suyo, como quien me toma y me saca cuarto aparte.

Todo este relato que ya se empezaba a tornar húmedo, fue repentinamente detenido por las bocinas de un patrullero corta nota, de esos que aparecen 1 vez en un millón de escenarios, pero me jugo el número a mí. 

Fuimos desalojados amablemente, de la vereda que ya habíamos hechos nuestra, así que continuamos caminando hasta la Domingo Comín, a la altura del Colegio Cristóbal Colon, agarrados de la mano, tomamos el carril exclusivo de la metrovía, tirando pata hasta el sector de la Bahía, por la Alberto Reyna y Villamil.

Fueron horas de conversaciones, preguntas y revelaciones, era como si nos conociéramos de toda la vida, y lo que no sabe Betsy, es que mi corazón llevaba décadas en que había dejado de latir y se siente extraño cuando este lo vuelve hacer.  Pero ella seguía con sus historias, que había sido mesera en Cangrejo Cultural, también en la Culata, Café del Rio, Malakita y Guayaquil Social Club.  Sus historias de cultura, arte y bohemia, la ponían cada vez más interesante, pues sus palabras acerca de Guayaquil, eran mágicas.  Decía que la ciudad la engatuso, que tiene ese aroma de rio, manglar, estero, que la vuelve loca, que la ciudad la seduce, que la sofoca, como su clima, que el guayaco es divertido, dice que como yo, y me da otro beso “largo y tendido”, es como que recibo un golpe de nocaut, que me deja torpe, que me deja fuera de base.

Tuvimos que partir de aquel sector porque los muchachos recolectores de la basura llegaron a cortar nota de nuevo, así que caminamos otra vez agarrados de la mano hasta Mendiburo y Rocafuerte, donde exclamó “esta es mi zona”.  Su departamento quedaba en el tercer piso de un destartalado edificio, en él había un balcón pequeño pero con una vista grande, un balcón de esos que se prestan para hacer el amor, y para hacerlo hasta que nos pille el amanecer, esos balcones que solo existen en leyendas urbanas.

Betsy, es un nombre ficticio, dentro de una historia llena de realidad.            

Ya no recuerdo la sazón del arroz con menestra del Barrio Cuba, o si lo pedí con carne, pollo o pescado, lo que sí puedo decir es que la salprieta estuvo espectacular.