jueves, 7 de junio de 2018

Betsy, es un nombre ficticio


Había salido del Mercado de la Caraguay, donde la diversidad de especies marinas fueron sujeto del morbo por parte de mi hobby llamado fotografía.  El aroma envolvente del marisco, llevaba mi imaginación a inventar los más cómicos escenarios, algunos picantes, otros jocosos.

La tentación de tener al Barrio Cuba, “a un toque”, fue la debilidad para adentrarme a este emblemático barrio porteño, donde se cuentan miles de historias, entre ellas la del suculento arroz con menestra, donde uno se lo sirve entre sus estrechas calles.

Llegue solo al puesto de doña Maura, en realidad no sé cuál fue el motivo de la elección de dicho local, pero después lo entendería cuando Betsy, me tomaría el pedido.  Fue algo asombroso ese episodio, en realidad no lo digo porque de cajón se notaba que era manaba, sino más bien por el colorido de su atuendo y por su jovial y divertida atención.

Tengo que igual describirla, porque soy un ser humano muy visual, por así encasillarme.  Sus labios, lo primero que me impresionó, obviamente gruesos, debe tener cierta mezcla con sus vecinos de la provincia de Esmeraldas.  Su cabello largo, como me gusta, como si me la hubieran hecho bajo pedido, de color rojizo salvaje.  Sus caderas, deberían inspirar las más bellas poesías, deberían incitar novelas eternas, deberían hacer próspero el negocio de doña Maura, es una locura y no exagero por si acaso.  Sus manos delicadas, parecen una obra de arte, esculpidas por algún alfarero de la etimología griega, o se me ocurre pintadas por el ilustre compatriota Guayasamín.  De estatura promedio, igual acostados todos somos del mismo porte, así me enseñaron y me lo tome muy a pecho.

Cual perro, al disimulo le pregunte a qué hora terminaría su turno y espere en el local, obviamente consumiendo porque si no sería desalojado de mi puesto (trinchera).  Ya con tres cervezas en el mate y luego de esperar 2 horas y media, Betsy acepto que la acompañase y caminamos un poco por el sector hasta llegar a la Universidad Salesiana, donde nos sentamos en la vereda a conversar un rato.  Debo manifestar, aquí entre nos, que había una mezcla de miedo, vértigo y no sé qué otras cosas más.  Debe ser que cuando alguien me gusta demasiado, las manos se me ponen heladas, digo además que el lugar estaba un poco oscuro, y no se veía desde mi punto de vista seguro, era ya la madrugada, tipo 2.

Betsy era un niña descomplicada, tanto que su sinceridad a ratos me abrumaba, pues no sé si era por la falta de la luz, pero me llego a decir que le parecía un chico apuesto, no solo por el físico, también por lo intelectual.  Debo confesar que era la primera vez que alguien me decía semejante piropo, y uno no tiene su corazón de metal o de piedra.  Abordamos muchos temas, y cuando tocaba mis bromas de doble sentido, ella explotaba en carcajadas, sentía que no podía existir hombre más cómico que yo, hasta ese punto.

Y sus ojos, son dos faros que alumbran el camino para que los barcos no queden a la deriva, su mirada profunda que desnuda hasta mis más intrépidas y osadas intenciones, pues esos mismos ojos no se despegaban de los míos.  A veces llego a temblar cuando pierdo el control de la situación, digo yo debe ser el machismo, pero me dejo llevar, porque ella es un torrente de sensaciones, no hay malicia en sus acciones, incluso hasta cuando se atrevió a besarme.

Pues ese beso, era dinámico, dinamita pura, su boca mordiendo la mía, como que dos mundos se encuentran, se alinean y no se separan nunca, porque el tiempo y el espacio es subjetivo, es trivial, pasa a segundo plano.  Y su lengua, era sedosa, jugosa y juguetona, se enlazaba con la mía, como quien no me quiere soltar jamás, como quien se quiere quedar para siempre viviendo ahí, como quien encuentra un hogar y lo hace suyo, como quien me toma y me saca cuarto aparte.

Todo este relato que ya se empezaba a tornar húmedo, fue repentinamente detenido por las bocinas de un patrullero corta nota, de esos que aparecen 1 vez en un millón de escenarios, pero me jugo el número a mí. 

Fuimos desalojados amablemente, de la vereda que ya habíamos hechos nuestra, así que continuamos caminando hasta la Domingo Comín, a la altura del Colegio Cristóbal Colon, agarrados de la mano, tomamos el carril exclusivo de la metrovía, tirando pata hasta el sector de la Bahía, por la Alberto Reyna y Villamil.

Fueron horas de conversaciones, preguntas y revelaciones, era como si nos conociéramos de toda la vida, y lo que no sabe Betsy, es que mi corazón llevaba décadas en que había dejado de latir y se siente extraño cuando este lo vuelve hacer.  Pero ella seguía con sus historias, que había sido mesera en Cangrejo Cultural, también en la Culata, Café del Rio, Malakita y Guayaquil Social Club.  Sus historias de cultura, arte y bohemia, la ponían cada vez más interesante, pues sus palabras acerca de Guayaquil, eran mágicas.  Decía que la ciudad la engatuso, que tiene ese aroma de rio, manglar, estero, que la vuelve loca, que la ciudad la seduce, que la sofoca, como su clima, que el guayaco es divertido, dice que como yo, y me da otro beso “largo y tendido”, es como que recibo un golpe de nocaut, que me deja torpe, que me deja fuera de base.

Tuvimos que partir de aquel sector porque los muchachos recolectores de la basura llegaron a cortar nota de nuevo, así que caminamos otra vez agarrados de la mano hasta Mendiburo y Rocafuerte, donde exclamó “esta es mi zona”.  Su departamento quedaba en el tercer piso de un destartalado edificio, en él había un balcón pequeño pero con una vista grande, un balcón de esos que se prestan para hacer el amor, y para hacerlo hasta que nos pille el amanecer, esos balcones que solo existen en leyendas urbanas.

Betsy, es un nombre ficticio, dentro de una historia llena de realidad.            

Ya no recuerdo la sazón del arroz con menestra del Barrio Cuba, o si lo pedí con carne, pollo o pescado, lo que sí puedo decir es que la salprieta estuvo espectacular.

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